Cuaderno de bitácora. “15 de septiembre 2023. Navegamos en la zona del 44° 38’ N – 10° 17’ W. Vicenç nos lee por radio de onda corta un parte meteorológico de borrasca fuerte en Finisterre. A cinco días de la largada de la regata, llegó el temor al White Shadow. Comienza la verdadera vuelta al mundo”
(*) Esta larga nota sobre el largo viaje del White Shadow fue publicada en el Diario Clarín de Argentina. Leer más.
“Espíritu de aventura” seguramente es la forma presumida de describir la egocéntrica, temeraria y estúpida decisión de embarcar ocho meses en un velero de 18 metros, construido casi medio siglo atrás, sin GPS, celulares ni electrónica, apenas con sextante y cartas marinas de papel para dar una vuelta al mundo corriendo regatas como antes. Una regata “vintage”, nos vendieron.
Zarpamos el 10 de septiembre de 2023 desde Southampton, Reino Unido, rumbo a Cape Town, Sudáfrica. White Shadow y otros trece veleros de los años ’70 y ’80 para conmemorar los 50 años de la primera regata de vuelta al mundo de veleros con tripulación completa, la mítica Whitbread Round the World Race. Cinco días más tarde nos avisaron por radio que se aproximaba una tormenta pesada a Finisterre. Llegó el aviso de muy mal tiempo y llegó el temor; el miedo y la angustia malamente escondidos en la algarabía de una aventura oceánica. Así se terminaron los homenajes y recuerdos vintage sobre locos de remate navegando cincuenta años atrás con sextante, sin plan B, empujados por vaya a saber qué absurda necesidad de enfrentarse al sinfín de los mares.
En la largada desde Inglaterra habíamos pifiado el lado bueno del Canal Inglés y, al pegarnos a la costa francesa, perdimos por goleada frente a los barcos que ahora nos sacaban muchas millas y podrían pasar Finisterre antes de que llegara la tormenta. Para hacer las cosas bien y con la cabeza puesta en salvar el pellejo decidimos apuntar la proa al oeste, navegar mucho más y dejar que el frente de baja presión se pegara a la costa portuguesa antes que llegáramos los doce del White Shadow.
Nos salió bien la jugada. Tuvimos unas cuantas horas de olas enormes, pero de popa, para regresar navegando veloces a nuestro rumbo sur, ya en medio del Atlántico. El susto, ese primer susto, nos duró varios días y sirvió de enseñanza para lo que vendría, largos meses de mares cada vez más fríos, más bravos y solitarios.
Desde siempre, desde que Vito Dumas asombró al mundo con su circunnavegación por los mares del sur en solitario, desde 1968 cuando Robin Knox Johnston ganó la Golden Globe Race organizada por el Sunday Times, desde que el mexicano Ramón Carlin derrotó a ingleses, franceses y nórdicos con su Swan de 65 pies, el Sayula II, y se quedó con la Whitbread en 1973 y 1974, dar la vuelta al mundo navegando por el sur de los tres grandes cabos, Buena Esperanza, Leeuwin y Hornos, ha sido igual de amenazante e irresistible.
Comenzamos a preparar el White Shadow dos años antes de la partida. Jean Christophe y Marc, un francés y un catalán, armaron poco a poco un equipo de ocho nacionalidades que primero se fijó, nos fijamos, el objetivo de dar la vuelta sin importar los resultados, y terminó dando la vuelta mirando cada dos minutos la tabla de posiciones. Nos fue mal en la regata y definitivamente muy bien en la vuelta al mundo. Pudimos haber perdido el barco en Cabo de Hornos, el mástil frente a Península Valdés y alguna que otra peripecia complicada, pero, en cambio, desembarcamos en Cowes, Isla de Wight, muy cerca de Southampton, el 23 de abril de 2024, casi ocho meses después de haber zarpado y con unas 30.000 millas náuticas encima, más de 55.000 kilómetros navegados a un promedio de 12 kilómetros por hora. Fueron cuatro etapas, hasta Sudáfrica, hasta Nueva Zelanda, hasta Uruguay y de regreso a Inglaterra, demasiado para ponerse a sacar cuentas antes de empezar, demasiado poco ahora que llevo más de tres meses desde el desembarco y extraño cada minuto del flush, flush, flushhh del océano resonando en el casco del White Shadow.
Las horas de este largo viaje, el del White Shadow, por la misma ruta del Largo Viaje de Bernard Moitessier en su Joshua, se fueron transformando milla a milla en una unidad no de tiempo sino de existencia. La conexión de los sentidos, del alma con el océano, fue apagando el pensamiento para dar lugar a una forma de sentir el viento, la luz de cada momento, los sonidos del barco, la sal en los ojos al intentar dormir que no anticipé.
Una noche, ya de regreso al Atlántico del hemisferio norte, acovachado en la cucheta de estribor, muerto de sueño, frío y esperando salir a cubierta para mi turno de timón, comencé a escuchar el sonido del agua, del líquido salado que forma el mar, resonando como en la panza que habité un día como buen mamífero.
Desaparecieron por un instante los crujidos de las maderas, el rechinar de las jarcias y cabos del White Shadow. Me di cuenta de que esa enorme ballena de fibra de vidrio, metal, telas de dacrón y nudos era más que un velero en medio del océano, era un enorme vientre al que entré desde un muelle y del que desembarcaría ocho meses después asomando la cabeza con esfuerzo, como 57 años atrás.
Desarmar y armar para navegar
Ahora que hay regatas de vuelta al mundo cada un par de años parece fácil lo que medio siglo atrás resultaba impensable. Cincuenta años atrás no existían estas competencias. El 8 de septiembre de 1973 se largó desde Portsmouth la primera Whitbread Round the World Race, organizada por la Royal Naval Sailing Association, la Comisión Naval de Regatas de la Marina británica. Desde entonces, cada cuatro años, fue cambiando de nombre (Whitbread, Volvo Ocean Race, Ocean Race) y de tipos de veleros, pero se mantuvo la insana costumbre de lanzarse al mar para dar la vuelta al planeta. Cada vez con barcos más rápidos, más tecnología, más equipos apoyando desde tierra firme y más dinero para pagar a las tripulaciones profesionales. Cada vez hasta esta última vez.
La Ocean Globe Race, la regata en la que participó el White Shadow, se organizó como homenaje y con la idea de correr como en 1973. Justo ahora que cualquiera puede mirar al cielo y ver la fila de satélites de Starlink, preparados para ofrecer banda ancha a cada orca, delfín o velero del planeta, la propuesta fue correr en barcos viejos, incómodos, lentos, sin Internet ni GPS, sin celulares ni pronósticos meteorológicos guiados por algoritmos. ¡Brillante!
Tres años después del anuncio de las reglas de regata, catorce veleros zarparon desde Inglaterra, incluyendo leyendas del mar como el Pen Duick VI de Eric Tabarly, ahora timoneado por Marie Tabarly, hija del mito francés del mar, el L’Esprit d’Equipe y el Maiden británico, el primer barco en la historia en dar la vuelta al mundo con tripulación exclusivamente femenina. White Shadow, nuestro barco, con bandera francesa, anotado como representante de España y apadrinado por el club Maritim de Barcelona, se hizo a la mar después de cientos de horas de trabajo para desarmar de punta a punta cada pieza del barco y volver a montarlas para, por fin, navegar.
White Shadow tenía la estirpe de los veleros Swan del astillero finlandés Nautor y la marca de autor de Sparkman & Stephens, pero también tenía muchos años y pocas millas de océano verdadero, apenas un cruce del Atlántico de Europa a América. Partió en 2021 de Italia a Barcelona y allí comenzó su transformación en lo que imaginamos, un valiente del mar, capaz de proteger de los peligros del océano a sus doce tripulantes, producir agua dulce para darles de beber, cargar una tonelada de alimentos por etapa y soportar vientos feroces y olas temibles.
El 1 de agosto de 2023 zarpamos al mediodía desde Barcelona con destino a Southampton. Cuarenta días antes de la señal de largada de la Ocean Globe Race, la proa apuntó a Gibraltar y luego al norte en búsqueda del Golfo de Vizcaya y del Canal de la Mancha hasta Inglaterra.
En el mar nunca nada sale como se ha planeado. Rompimos unas cuantas cosas en los primeros 10 días de “transporte” al Reino Unido. Nos quedamos sin motor, el eje del timón se movía donde no debía moverse, la máquina de agua dulce producía agua salada y fallaron los hidráulicos para tensar el estay de popa y la botavara. Cuando pensamos, como turistas del mar, en detenernos en Lisboa a almorzar y seguir camino, terminamos a 300 millas de la costa de Portugal encalmados, buscando con desesperación llegar a Vigo para reparar todas las roturas antes de la fecha de largada de la regata.
Lo hicimos. Entramos a vela, a medianoche y casi sin viento a la ría de Vigo y reparamos todo lo reparable. A Inglaterra llegamos a tiempo para despedir a la familia, emparchar unas cuantas cosas más y hacer las compras de alimentos para enfrentar las primeras 7.500 millas de Atlántico hasta Cape Town. Tres años después de la idea de dar la vuelta al mundo, la vuelta al mundo había comenzado.
El horizonte no tan lejano
Dimos la vuelta al mundo por el océano infinito encerrados en una burbuja visual de apenas siete u ocho kilómetros. Me costó unos cuantos días, tal vez un par de semanas comenzar a escuchar el mar e intentar comprender algo de ese nuevo idioma. Desde la cubierta del White Shadow, el horizonte se veía demasiado cercano para ser horizonte. “Está a unas cuatro millas de distancia”, me dijo Guillaume, el navegante francés, mientras realizaba una de las tantas tomas diarias de altura del sol con su sextante. No es fácil acostumbrarse a semejante cercanía de la inmensidad, vivir en una especie de Truman Show durante ocho meses.
Vivir a bordo enclaustrados, dormir mal, cocinar lo mejor posible sin ingredientes, limpiar baños a los saltos, reparar todo el tiempo lo que el mar destruye fue nuestro día a día en esa cápsula de plástico y metal dentro de la cápsula del océano. White Shadow es un velero de diseño maravilloso, que arranca a pesar de sus 23 toneladas con apenas diez kilómetros de viento y navega casi siempre con tres velas, la mayor, una trinqueta y la genoa. Pero toda su fortaleza en el mar es incomodidad cuando se trata de acomodar la vida de doce tripulantes, por largos meses, en pocos metros cuadrados interiores y en cubierta. Dormimos en solo seis cuchetas de “cama caliente”, divididos en dos guardias de seis personas, desde la 8 a las 14, luego hasta las 20, y para la noche guardias cortas, de cuatro horas, de 20 a 24, medianoche a cuatro de la mañana y finalmente de 4 a 8. Cinco veces por día vestirse con trajes y múltiples capas de abrigo y contra el agua salada para salir a la guardia de manejo del barco, y al rato volver a quitarse la ropa mojada y fría para intentar descansar unas tres horas. Nada más hermoso que navegar en velero.
Tras la tormenta de Finisterre, por delante nos quedó bajar todo el Atlántico, desde Canarias a Cabo Verde, luego enfrentar las calmas ecuatoriales y cruzar el ecuador rumbo a Fernando de Noronha, a 200 millas de la costa de Brasil. Desde allí, bajar, bajar y bajar durante semanas, rodeando el centro de alta presión de Santa Elena evitando sus calmas, para finalmente apuntar a Ciudad del Cabo, al este y casi a la latitud de Buenos Aires. Si terminábamos confiados la primera etapa de la Ocean Globe Race, sabíamos que ya nada impediría comenzar la regata real por los mares del sur, el Índico de olas cruzadas y albatros, el Pacífico al sur de los Cuarenta Bramadores y los Cincuenta Furiosos, y finalmente el Atlántico Sur de Argentina, de vientos condenados que siempre te agarran con la guardia baja tras la presunta victoria de haber cruzado Cabo de Hornos.
Milla a milla comencé a comprender, o creí comprender, ese nuevo idioma visual y sonoro del mar. Las horas de rutinas y tareas a bordo pasaron, sobre todo a partir del Índico, a un segundo plano y el lenguaje común con el océano fue creando imágenes que entendí a mi manera. El plateado metálico, azulado, de la superficie del mar, moviéndose en bloque como la escenografía de Fellini en “E la nave va”, dejó poco a poco de actuar como creemos que se mueve el mar, al azar. Descubrir eso que habla el océano fue el mejor premio de la vuelta al mundo. Entender silenciosamente lo que hay detrás de los vientos formando olas altas como montañas. Escuchar el agua y mirar desde una de las bandas del White Shadow la profundidad que deja de asustar y se va transformando en algo que te da cobijo.
El horizonte siguió estando tan cercano como siempre. La gran esfera en la que vivimos durante ocho meses se fue moviendo, milla tras milla, hasta llegar a cada puerto de los cinco que tocamos en esta vuelta al mundo, Southampton, Cape Town, Auckland, Punta del Este y Cowes. Las etapas de 6.500 a 7.500 millas náuticas, entre doce y 15 mil kilómetros, se hicieron eternas. Solo la compañía del mar transformó esa eternidad en un viaje de vida.
El precio del océano
El verdadero precio que cobra el océano lo comenzamos a pagar a pocos días de zarpar desde Cape Town hacia Auckland. La corriente de las Agulhas, en el encuentro entre las aguas heladas del Atlántico sur y las aguas más cálidas del Índico, provocó una enorme ola rompiente que inundó el copit del White Shadow y nos dejó bajo el agua verdosa a los que estábamos en cubierta. Fueron segundos, interminables, aferrado yo al timón y los demás a sus líneas de vida para evitar perderse en el océano furioso. Fue una descarga de furia y una bienvenida de susto a los mares del sur, antes de comenzar la penosa marcha hacia el este, buscando la lejana frontera sur de Australia y Tasmania antes de poner proa al norte, hacia Nueva Zelanda.
Seguimos rompiendo cosas y cuando perdimos la radio de onda corta quedamos, por primera vez, en soledad absoluta. Cada uno de los doce tripulantes peleo a su manera ante el temor. Durante semanas fueron los pájaros, todo el tiempo volando a nuestro alrededor, el único y gran cable de conexión con la vida. Aprendimos a amar el vuelo de los albatros. No fallaron un solo día al compromiso impensado de compartir el viento.
Si el Indico fue la gran prueba de mar, el Pacífico se transformó en una autopista de aguas presuntamente conocidas en su eterno fluir de oeste a este. Cada día avanzábamos varios grados de longitud hacia el este, cambiábamos la hora dos veces por semana y sacábamos cuentas del tiempo escaso restante antes de cruzar, al fin, el Cabo de Hornos.
Dejamos atrás el Punto Nemo, ese lugar imaginario en medio de la nada, el más alejado de cualquier sitio de tierra firme del planeta, a 2.722 kilómetros de alguna roca donde hacer pie. En la madrugada del 9 de febrero, muy cansados por días y días de vientos constantes de 70 kilómetros por hora y rachas de 120 o más, nos acercamos demasiado velozmente a la costa de Chile. La bruma salada del amanecer escondió las rocas de las islas cercanas a Cabo de Hornos y por una hora interminable todo se volvió temor, maniobras apresuradas y virar al sur para no terminar sobre las piedras.
Con olas gigantes de popa, cruzamos Cabo de Hornos esa mañana, empujados por vientos furiosos de la latitud 57° Sur que desaparecieron apenas dejamos atrás las aguas del Pacífico. La llamada por radio al farero de Hornos, las fotos, los abrazos y las lágrimas fueron la catarsis de ese comienzo del final del rumbo este que había comenzado en medio del Atlántico, apuntando a Cape Town. Tres meses y medio después de zarpar de Sudáfrica, ya era hora de buscar el norte hacia Isla de los Estados, el mar argentino y el final de la tercera etapa en Uruguay. El precio del Pacífico fue por fortuna bajo, muy bajo frente a lo que llegaría en pocos días.
La osadía de desafiar al mar tarde o temprano termina mal. Nos fuimos acostumbrando a correr las olas y fuimos forzando los límites del White Shadow. Los crujidos que cinco meses atrás nos preocupaban se transformaron en silencios de oídos sordos a las señales del barco. Menos de cinco días después de cruzar Cabo de Hornos, corriendo olas del sur mucho más grandes y empinadas que las del Pacífico, dejamos Malvinas por estribor y nos acercamos rápidamente a la latitud de Península Valdés, aunque muy metidos en el Atlántico, lejos de la costa. El martes 13 de febrero quedó atrás sin consecuencias, pero a las tres de la mañana del 14 el mar volvió a pasar una factura de alto costo y nos quedamos sin vela mayor ni vela de proa.
Los dramas pueden terminar bien, pero comienzan siempre de la peor manera. Se rompió el estay de proa, ese cable de acero que sostiene el palo y soporta la embestida de cada ola, y al romperse se transformó en un bisturí que de un golpe cortó al medio la vela mayor y el yankee que estaba en proa.
Esa madrugada logramos salvar el palo, pero sobre todo salvamos la vuelta al mundo. Llegamos a Punta del Este mucho más tarde de lo esperado, con velas remendadas y navegando ya en aguas cálidas, amigables, pero nunca olvidamos ese azote del océano, esa despedida brutal del mar del sur.
El divorcio del mar
La etapa final desde Punta del Este a la Isla de Wight, en Inglaterra, fue lenta, tediosa por las calmas, el calor y la desesperación por llegar. Fueron 49 días interminables, con agua potable racionada, temor a más roturas graves y demasiada, excesiva ansiedad por llegar.
El mar se fue volviendo poco a poco distante, como marcando un final de desinterés con aquellos, gente de a pie, al fin y al cabo, que unos meses antes nos atrevimos a hacer contacto. El lenguaje se fue haciendo incomprensible y por momentos, en las primeras semanas de esta etapa final, temí haber olvidado cómo escuchar y entender al océano. Creo, ahora que todo acabó, que fue una estrategia de defensa mutua. Ese divorcio temporal del mar fue un atajo para preparar el alma para la despedida.
En una crónica anticipada del regreso de cada uno a sus orígenes, el océano y yo fuimos tomando día a día rumbos opuestos. Las calmas, el hastío ecuatorial y la distancia infinita a destino funcionaron del lado del océano como señal contundente del “hasta aquí llegás”. De mi lado, aunque busqué volver, o permanecer en ese estado de gracia que miles de millas por los océanos del sur me habían permitido ejercer, fui perdiendo la capacidad incipiente de entender los silencios de las noches, los choques de las olas sobre el casco, la consistencia del viento sobre la superficie espumosa del mar.
Cruzamos el ecuador de regreso y una vez superadas las calmas de los 5 grados de latitud norte (los Doldrums) fuimos agotando millas cada vez con más velocidad rumbo a Inglaterra. En las cartas náuticas sobre la mesa de navegación, esas que llegaron a mostrar solo mar sin continentes en medio del Pacífico, aparecieron las islas de Cabo Verde, las Canarias, Azores, la costa africana y Europa. El hemisferio norte es el hemisferio de la tierra y de los hombres. Muy lejos fue quedando el hemisferio del agua, del mar, del océano interminable. Volvimos al norte y volvimos también a los cielos poblados de aviones, a los mares con barcos cargueros casi siempre a la vista.
El final de la vuelta al mundo del White Shadow y sus doce tripulantes agradecidos por su fortaleza fue el 23 de abril por la tarde, luego de navegar corriente a favor las aguas afiebradas del estrecho del Solent, con la Isla de Wight a estribor y la isla mayor de la Gran Bretaña a babor. Solo quería llegar y saltar a tierra; abrazar y no volver a soltar al amor de mi vida. Fueron 227 días de océano. Demasiados a bordo, muy pocos ahora que desde tierra recuerdo la estela interminable del barco surcando el mar.
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